Un mes después de la trágica pérdida del pequeño de los Miller, la madre aún seguía atormentada. El señor Miller, en un intento desesperado por apaciguar el dolor de su esposa, le obsequió con un bolso de piel que él mismo había fabricado en su pequeño taller artesano. Ese que formaba parte de su desahogo desde que aquella pavorosa enfermedad fulminó aquel rostro angelical que lo abraza cada noche antes de irse a dormir. “Mi amada esposa, él siempre estará contigo”. Le escribió en la tarjeta que acompañaba el regalo. A pesar de la mejoría del estado de la señora Miller, pues llevaba siempre consigo su tan apreciado bolso como quien guarda un tesoro, no había día en el que cesara su continuo llanto.
Lejos de darse por vencido, su esposo, comenzó a confeccionar con empeño, un nuevo presente para su señora. Esta vez, fueron unos zapatos de piel a conjunto con el bolso. “Mi amada esposa, siempre caminareis juntos”. Fue el mensaje que le dejó. ÉL sabía que los adoraría, y no se equivocó. La mujer calzaba cada día esos mismos zapatos que con tanto amor y pasión había elaborado su paciente esposo con sus propias manos.
Aunque su amargura había ido decayendo, aquellas ofrendas no eran suficiente para ocupar el vacío que su hijo le había dejado. Ella lo sabía, y él también. Es por eso, que a los pocos días, una nota colgaba de una bolsita de terciopelo donde se encontraba un nuevo regalo. “Mi amada esposa, siempre iréis de la mano”. Con exagerada delicadeza, ella introdujo sus manos en aquellos guantes que encontró en la bolsita. Aquella piel envolvía sus dedos apresándolos de tal forma que llegó a sentir que alguien le apretaba las manos. Eran perfectos. Igual que el bolso. Igual que los zapatos.
Sus zapatos, su bolso y sus guantes puestos. Así, pasaba las horas encerrada en el cuarto del pequeño. Conmocionada por una fotografía que sostenía en sus manos, dejó caer una lágrima que resbaló por su mejilla y colisionó contra su dedo índice. La señora Miller sonrió por primera vez en mucho tiempo, al observar que esa lágrima bañaba justo la cicatriz del dedo índice que su hijo se cortó jugando en el taller de su padre.